jueves, abril 26, 2012

Philip Glass

Tenían pinta de neoyorquinos a los que les queda mal un traje negro. 
Entre ellos, elegante de verdad, estaba Philip Glass. Parecía recién llegado de tomarse una café con Paul Auster o de echar un polvo con David Leavitt. Tan elegante que se dejaba dirigir por un señor enorme de pelo amarillento y con aspecto de oso polar que movía sus manos de manera que, desde mi anfiteatro, parecían dos peces de mantequilla que abren y cierran sus bocas para beber de las teclas, mientras a cada lado, como telones, caían en vertical blancos y negros que eran las rejas de teclado donde estábamos encerrados el director,  los músicos y los que mirábamos de frente.

Unos vientos, además, soplaban con cuidado. Como lo hace la madre sobre el plato de sopa de su hijo para que se enfríe.