viernes, abril 06, 2012

LBI

Como una bailarina rusa de fin de siglo a la que le cortan el tutú, le cambian los movimientos y tiene que acostumbrarse a un nuevo director, charlatán y demonio, que la llevará a ella y a su compañía a girar por Europa hasta llegar a la Francia parisina para ver nacer el nuevo siglo sin ver la luz, atada a una barra y a una tarima de madera donde ensaya una y otra vez con su tez engrisecida, su pecho dimitido y un espejo donde solo ve a otras que son como ella, igual de extremas, con una forma de vida ajena disfrutando sólo de los olores a fruta en unos mercados que no existían en San Petersburgo.

Un poco más adelante, esa bailarina que podría ser ella misma, habría acabado entre las rejas de Mondrian si no hubiera encontrado un momento entre el follaje del bosque en que se había convertido su vida para anclarse a un segundo, clavarse como el ancla de un navío que llega a una isla sin saber muy bien por qué. Y ahí firme, sujeta por la vida, es donde quería estar, al menos un rato, un momento, un instante de su biografía parcelada y seca.