martes, noviembre 27, 2012

Autoretrato.

Vi a su hermano cómo pagaba un café leche y vio también, sobre la mesa, un libro de amarillo Anagrama, un móvil barato, una caja de antidepresivos y una paquete de Lucky Strike. Ninguno de aquellos abalorios le correspondía en verdad. Acaso el tabaco. 

Se cruzaron lo ojos pero no se vieron. Los dos sabían dónde estaba el otro; mirada ausente con presencia extrema de sí mismo. Pasaban los cuarenta y habían dejado de lado en su vida repleta, fragorosa, infernal; las búsquedas. Ya habían localizado lo que su imaginación construyó para ellos, aquello que estaba en disposición de ser encontrado. Por eso tenían aprendida esa lección: todo lo que viniese en adelante sería una propina, una bola extra en un milloncete roto de su infancia. Los vacíos diarios, las dudas y la desazón sólo eran el pago de letras atrasadas. El futuro, aunque se presentase en forma tenuamente terrible, estaba asumido. Sabían que era el momento de descansar, de meterse hacia dentro, de acurrucarse y apagar los fulgores de la existencia.

Lo único que no descubrió fue que el cristal era un espejo.