viernes, julio 17, 2009

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El restaurante estaba lleno. Como bailarinas, los camareros se escurría entre las mesas con paellas mixtas, arroces caldosos, doradas al espalda y algún plato de boloñosa para los niños que incordiaban a sus padres y a todos los que estuviesen cerca. Un grupo de almerienses recién llegados de la capital elevaban su tono de voz en conversaciones estériles y los franceses y francesas se miraban a los ojos diciendo verdades. Algún solitario la miraba. En la cocina, el hermano de José, Antonio, cortaba de manera frenética cebollas y pimientos a la vez que sus alaridos ponían en tensión a pinches y cocineros. La camarera más joven se dedicaba a las bebidas refrescantes y a los postres, y a retirar los restos de las mesas que habían terminado su cena. Arrugaba los manteles de papel convirtiéndolos en un gurruño donde quedaban atrapados los sobrecitos de azúcar, restos de pan, patatas fritas y despistadas y alguna colilla. Después volvía a montar la mesa con sus manteles blancos, los cubiertos brillantes, las servilletas y las copas de cristal duro. Las tarjetas de crédito tiraban del carro y los jefes de familia firmaban los resguardos sin preocuparse del qué pasará. José nunca se sentía desbordado. Se movía bien y entregaba las cartas, las sonrisas y los platos con guarnición con un espíritu generoso, como lo era él el día que decidía serlo. De vez cuando los cocineros se enzarzaban con los camareros o entre ellos mismos. Antonio ponía orden y una voz en primer plano gritaba: ¡a ver esta dorada que lleva dos horas aquí! Y el camarero le contestaba: ¿y la ensalada de la catorce? ¿dónde coño está la ensalada marinera que te pedí hace una hora?