miércoles, noviembre 25, 2009

La belleza involuntaria

Nunca le gustó demasiado. La convirtió en un mal necesario, como lo eran para él la inmensa mayoría de las mujeres que desfilaban ante su vida, a las que convertía en un suerte de redil, de hogar acolchado para el reposo del guerrero, un lugar pacífico al caer el día y un paquete exprés que llega con afecto cada mañana en la que él se despertaba cuando ella ya se había duchado y por el dormitorio flotaban los olores de los discretos geles con olor a melocotón secándose en un silencio sólo roto por el suave sonido de los elásticos del sujetador golpeándole contra su piel; ella con el pelo mojado; él con el pelo arremolinado, alguna legaña y unas poquitas gotas de amor que se diluían a la vez que se desgastaba el cutis de ella y la resistencia de ambos.

Aunque se despertaba más tarde, él salía antes. Ella, en cambio, necesitaba su tiempo. El hacía algo de ruido al coger el casco, como suelen hacer los moteros para dejar impreso lo que creen es su principal aporte a la atmósfera de cada momento: el sonido. Le daba un beso rápido, de medio lado, lleno de prisa, quizá de mala conciencia. El portazo coincidía con el breve rumor de un tomate maduro rallado contra el metal poco antes de ser depositado, cucharilla a cucharilla, sobre una tostada tibia extendida sobre una mesita esquinada en una cocina operativa y sin alardes. Entonces se quedaba sola, pero su soledad abarcaba más de los minutos que seguían al portazo.

1 Comments:

Anonymous Prisa Mata said...

Esto podría ser un buen inicio de una buena novela... Dan ganas de saber cómo continúa... ;-)

12:44 a. m.  

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