sábado, julio 02, 2011

La indiscreta y estática belleza de la burguesía

Entre aquel paisaje humano grisáceo y la belleza sometida a los rigores de extranjeras entradas en años y en carnes y mujeres desmotivadas por sus maridos y maridos desmotivados por las mujeres apareció ella, como el reflejo sorprendente del sol en un espejo lejano que emerge de un edificio perdido al fondo.

Vestía completamente de blanco, sujetador incluido, con un vestido tipo ibicenco de tienda cara. Tenía ese aspecto difícil de conseguir y contra el que muchas mujeres luchan: tenía cara de madre joven. Su pelo era rubio real pero lo que más destacaba era su juventud. Se sentó en la mesa de al lado en la que aparecieron sin previo aviso, como si la realidad cambiase de planos como lo hace cualquier producto audiovisual, un matrimonio mayor ¿Serían sus padres?

El abuelo pidió zumo de tomate; la abuela, con malos modos, dejó claro al camarero que no tomaría nada. No parecían padres e hija. Ella sacó las notas de su hijo: “todo sobresalientes”. Sin ser guapa tenía un gran carisma, seguramente mal empelado.

Llegaron más elementos a la mesa. Dos niños como perros sin correa flanqueaban la aparición de quien parecía el marido de la rubia. Pero la voz de ella y su pelo borraron al marido de aquel cuadro. Su voz nasal lo inundaba todo y sólo el olor a césped mojado y recién cortado era perceptible además de ella, porque ella olía, se sentía su piel, ella sabía y todos la miraban. Cambió el plano y llegaron tres niños más ¿sobrinos? Tres magníficos ejemplares rubios y con sudaderas de rugby rayadas y bien de marca. La rubia se dirigía a ellos con familiaridad y empleaba palabras como colega, tío y macho. El que parecía su marido también vestía de Fumarel pero con un foulard al cuello con el que se intentaba dar un toque parisino. Se quedó sentado, con gesto amable y sin hablar.

La rubia llevaba en el carro toda la conversación y tiraba con fuerza. Los abuelos no tenían nada que decir, nadie les haría caso y menos aún los niños, que ya se contaban historias los unos a los otros. A Carlota le sorprendió que todos tomaran café. Era la una del medio día ¿es que nadie tenía suficiente relieve para pedir un cerveza fría o un martini?

Llegó otro adulto con cara de cuñado. Pero Carlota se cansó de indagar y se salió del juego de los parentescos. Sacó un libro. De fondo, sobre literatura americana del siglo XXI, escuchaba términos dispersos que daban volteretas en la conversación como el tío Alberto, Puerta de Hierro, sobresalientes, tómate las patatas tranquilamente, corte de pelo, mucho tráfico, Javier, la natación, ponte recto, para con la pelota.

Ella era insultantemente joven para llevar una vida así, de domadora de niños.

El sol atacó con vehemencia la mesa de Carlota y tuvo que retirarse a otra con sombra. ¡Dios mío! La niña pre adolescente lleva una pulsera con la bandera de España. Hasta el camarero se quedó mirando.

Y la abuela ¿en qué estaba pensando la abuela? ¿En qué momento dejó de pintar algo en aquella familia y se convirtió en un adefesio con permanente y enormes gafas de sol, aburrida de la familia y de su marido, harta de los desprecios de las nueras y harta también de esconder la mierda debajo de las alfombras?
Entonces la voz de la abuela tembló de edad y de miedo para decir ¡qué bien se está aquí!