sábado, agosto 25, 2012

No sabía que lo elefantes tuvieran el color del óxido, si es que el óxido es un color


Estoy en el parque de Tzavo, lugar de incontables siestas, como lo es  también el  Serengeti y un buen sofá que compré con idea de que dos personas cupieran en paralelo. Comparto furgoneta con austríaca con hija  y una familia alemana con niño tan bien educado que me dan ganas de tener uno, solo para traerlo a esta tierra rojiza con baobabs a punto de enfurecer y furgonetas descubiertas e inquietas que se atascan en mitad de la sabana para divisar  un león. Cuando aparece, las radios entre los conductores se solidarizan para que hasta el último europeo disfrute de la fiereza africana, como si en occidente no tuviéramos bestias enfurecidas a varias manzanas de tu casa o en la tuya propia. Termina el safari. Me entra una felicidad cuanto más naif más intensa y suena un xilófono de madera en un hotel inolvidable con un elefante enfrente y aves por determinar bebiendo en una charca mientras yo lo hago de mi vino y escribo esto porque tiendo a pensar que lo que no se escribe no existe. Pienso que me bastaría que cada día tuviera solo veinte horas y también que aunque me caen mejor los italianos que los franceses preferiría ser francés que español o italiano. En el viaje de vuelta disfruto de mi cuerpo sano, de mi cabeza entera, de lo que pudo ser, del café en una parada, del pis en los matorrales, de los cigarros apresurados, de la libertad del solitario, del futuro en camino, del azar, única divinidad razonable, que me puso en las manos un cajón de lleno de suerte que administro para esta vida que no conviene despilfarrar no haciéndolo.