Javier Arruga

Empezamos juntos. En todo. Con las chicas y los primeros lengüetazos y también con el ejercicio de supervivencia en la gran ciudad, con las veleidades literarias y los trabajos buenos. Es más aragonés y más ácrata que yo y en las cuestiones fundamentales somos diferentes. Pero somos lo mismo. Javier Arruga ya es escritor y sobre una sala atiborrada de admiración y afectos presentó su primera novela. Sin mover su chinobigote derramó talento y sabiduría sobre el recuerdo de un padre muerto al que no pudo matar. En su discurso regio omitió los kilómetros de viaje que lleva y las toneladas de cuadermillos de El País, los armisticisos firmados con la vida, los polvos que le birlaron de joven y se cobró después, los complejos de clase resueltos, sus idiomas, su fragor en el trabajo y en el desempleo, toda su sangre azul mecánica, sus metros cuadrados de barrer fábricas cuando la vida le era dura sólo porque él estaba en guerra. Construido de ese material, Javier derramó sobre nosotros aceite hirvendo, como hacían los cruzados desde las almenas de los castillos, removió las vidas tibias presentes sin revanchas y con amor verdadero mientras la vida le pagaba, una a una, la facturas debidas. Fue el vals del último anarquista, de porte aristocrático y familia estructurada. Me llevó con los ojos vidriosos donde él quiso como hizo el día de su boda cuando se cantó aquel inolvidable blues a capela.
Defendió a Aragón, a los aragoneses y a los Monegros; también a Labordeta. Pero ya daba igual. Yo tenía el cuerpo lleno de las cicatrices de un discurso que, subordinada a subordinada, emitiendo gemidos y agradecimientos al poder me tenía tan ensangrentado como el cuerpo de un adolescente enviado a una película de Kubrick.
Ante su tamaño me sentí como una pulga, exhausto de admiracion y paz, orgulloso de una amistad que hace tiempo es inmortal.
Defendió a Aragón, a los aragoneses y a los Monegros; también a Labordeta. Pero ya daba igual. Yo tenía el cuerpo lleno de las cicatrices de un discurso que, subordinada a subordinada, emitiendo gemidos y agradecimientos al poder me tenía tan ensangrentado como el cuerpo de un adolescente enviado a una película de Kubrick.
Ante su tamaño me sentí como una pulga, exhausto de admiracion y paz, orgulloso de una amistad que hace tiempo es inmortal.