Nunca entendí su obra pero me fascinó lo del té con magdalenas.
Me acaba de pasar lo mismo con un donuts.
Llevaba diez años sin comerme uno. Los procesos autodestructivos que desarrollo durante las noches no terminan en la cama. Durante los días siguiente sigo castigándome a base de whooper, pizza hat, sandwiches gasolineros y mayonesas varias.
En mi planta hay una máquina donde puedo culminar mi proceso contra dietético.
Hace diez años que no me comía un donuts y hoy me he comido dos. Y, como estaba cantado, he recordado mi infancia.
Años 80. En la torre (casa típica de Aragón) de mis padres los perros eran maltratados según exige la cultura rural. Pasaban el invierno cobijados dentro de un bidón de gasoil colocado horizontalmente y atados al suelo. Algunos morían. Yo nunca me acercaba. Creo que nos reflejabamos mutuamente nuestras miserias. Lo más gracioso es que comían, además de sobras, donuts y xuxos. Mi padre compraba, supongo que a bajo precio, los sobrantes de cafeterías hasta que llebaban un saco pegajoso y maloliente con el paso de los días. Los que estaba blandos fruto de su elnvoltorio me los comía yo.
Los pollos vivían mejor. Comían yogures. Eran Chamburcí y no les gustaban lo de chocolate. En eso eran inquebrantables.
Así ha sido mi infancia. Rodeada de perros que comían donuts y pollos que disfrutaban con yogures chamburcí. Mi madre nunca ha cocinado bien. Aprendió a hacer las cuatro cosas que le gustaban a mi padre y yo me salvaba de sus cucharas de madera en el colegio. Siempre preferí un bocadillo a su terrible arroz blanco y a lo que ella llamaba cocido de ayuno, de sobriedad grecolatina en su preparación y en el sabor.
Esto debería haber sido divertido de no ser por que en mi casa nunca hubo ni un gramo de sentido del humor.
Me lo ha recordado el donut de la quinta planta. Lástima que no me haya dado para los siete tomos de Marcel Proust.